Formarse como padres es fundamental. Decía Marvin Berkowitz, una de las mayores autoridades en educación del carácter a nivel mundial, que “la escuela puede aspirar a formar el carácter, pero la familia lo moldea desde los cimientos”. En efecto, mientras los centros educativos intentan desarrollar en los niños virtudes como la responsabilidad, la empatía o el autocontrol, la verdadera incubadora del carácter humano es el hogar. No existe proyecto educativo serio que no contemple a los padres como actores clave en esta tarea. Pero para que ese papel sea eficaz, no basta con estar presentes: es necesario estar formados.
Formarse como padres no es opcional
En la literatura especializada, se reconoce desde hace décadas que la participación parental es uno de los predictores más robustos del desarrollo moral, académico y social de los hijos. Berkowitz lo sintetiza con claridad: “Character education without engaging the family is incomplete and likely ineffective” (2002). Es decir, una educación del carácter que excluye a los padres está destinada al fracaso parcial.
Ahora bien, ¿cómo lograr esa implicación? ¿Y qué significa que un padre o una madre estén “formados” para educar el carácter?
No se trata de convertir a los padres en pedagogos profesionales, sino de darles herramientas para que comprendan su influencia formativa y actúen con intención y coherencia. Porque educar el carácter no es espontáneo: exige claridad en los valores, habilidades relacionales, capacidad de modelaje, sentido de propósito y firmeza afectiva.
Padres formados vs. padres improvisados: dos trayectorias que no son neutra
Tomemos dos trayectorias reales que la experiencia educativa revela con frecuencia.
En un primer caso, observamos familias que han recibido formación en crianza positiva, inteligencia emocional y educación en virtudes. Padres que saben corregir sin humillar, que fomentan la reflexión antes que la obediencia ciega, que practican lo que predican. En esos hogares se generan ambientes de seguridad afectiva, donde el niño se siente visto, escuchado y exigido con ternura. El resultado, a medio y largo plazo, son jóvenes con criterio, resiliencia, responsabilidad personal y apertura al bien común.
En un segundo caso, encontramos hogares donde los padres —pese a sus buenas intenciones— improvisan constantemente, reaccionan desde la urgencia o reproducen modelos educativos que nunca cuestionaron. En ellos, la autoridad fluctúa entre el autoritarismo y la permisividad, y el clima emocional es imprevisible. Estos niños, con frecuencia, desarrollan inseguridad, dificultades para manejar la frustración y una moralidad dependiente del contexto.
Ambas trayectorias tienen consecuencias profundas, no solo en el ámbito escolar, sino en la construcción de la identidad moral de los hijos.
Educar el carácter no es transmitir normas, sino formar la conciencia
Como bien señala Berkowitz, el carácter no se reduce a comportarse “correctamente” bajo supervisión. “Character is about moral functioning in real life”. Esto requiere algo más que control: implica interiorizar principios, fortalecer hábitos y desarrollar la capacidad de juicio moral. Y ese proceso se inicia en casa, desde las primeras experiencias de relación, regulación emocional y sentido del deber.
Por eso, formar a los padres no es solo enseñar técnicas de crianza. Es ayudarlos a convertirse en educadores morales deliberados, capaces de guiar, sostener y acompañar a sus hijos en la construcción de una vida buena. Y como todo educador, también ellos deben revisar sus convicciones, corregir sus errores y crecer personalmente en el proceso.
El hogar: primer y más influyente entorno de formación del carácter
La neurociencia ha confirmado que los primeros años de vida son críticos para el desarrollo de la arquitectura emocional y moral del ser humano. La forma en que un niño aprende a esperar, a escuchar, a perder, a compartir, a pedir perdón… deja una huella que condicionará su manera de relacionarse consigo mismo, con los demás y con la verdad.
Todo esto no sucede de forma automática. Ocurre cuando los adultos significativos modelan virtudes, ofrecen marcos claros de referencia y acompañan con presencia atenta.
Un padre que afronta una injusticia sin recurrir a la venganza; una madre que reconoce su error delante del hijo y le pide perdón; unos padres que discuten sin perder el respeto mutuo… están sembrando algo más valioso que cualquier discurso moral: están formando el carácter de sus hijos con su propia vida.
La comunidad educativa necesita padres activos, no espectadores
La calidad de la educación del carácter en los colegios depende, en gran medida, de que exista una alianza real y permanente con las familias. No se trata de que los padres visiten la escuela de vez en cuando, sino de que formen parte del proyecto educativo desde dentro: con su testimonio, su acompañamiento, su disposición a aprender y su coherencia.
Los colegios que logran mayor impacto en la formación integral de los alumnos no son los que delegan todo en el aula, sino aquellos que construyen puentes constantes entre lo que se vive en casa y lo que se trabaja en clase.
Esto implica que los padres también deben asumir su rol como miembros activos de la comunidad educativa, abiertos al diálogo, presentes en la vida escolar y receptivos a seguir aprendiendo.
Una pregunta urgente para padres responsables
Educar el carácter es formar personas con conciencia, voluntad y sentido del bien. Es la tarea más noble —y más exigente— que existe. Y no comienza en la escuela, ni se soluciona con tecnología, ni puede subcontratarse.
Comienza en casa, en la mirada de los padres, en sus gestos cotidianos, en su capacidad de formarse para formar.
Quizá el siguiente gran paso en la educación de nuestros hijos no esté en ellos, sino en nosotros: en nuestra decisión de seguir creciendo para educar con mayor hondura y propósito.
Mª Asunción Rey Ballesteros
Directora de Programas de Educación del Carácter en Fundación Parentes